Que los años no te hagan más viejo, sino más sabio

Hoy es mi cumpleaños. Un aroma especial impregna el ambiente ya desde por la mañana, una mezcla entre chocolate fundido, nata montada y cera derretida que invade todos los rincones de la casa y me invita a pensar en lo que ocurrió hace ya 17 años un cada vez más lejano 5 de agosto de 1993.
Todo el mundo, mejor dicho, todo el que puede, celebra este día -como diría nuestro rey- con orgullo y satisfacción. Ya son un año más viejos. Pero ¿por qué es un día de celebración?, ¿por qué es un día diferente a cualquier otro?, ¿es acaso el hecho de cumplir años sinónimo de prestigio o sabiduría?.

Me he levantado de la cama, he abierto algún regalo de mi familia, me he dirigido al cuarto de baño, y allí, cual fantasma inmóvil, una figura, casi idéntica a mi pero con una malévola sonrisa en el rostro, me observaba desde el otro lado del espejo.



Un día normal y corriente, nada nuevo, nada, pensaba yo, que mereciese este despliegue de cubertería, regalos y gente a mi alrededor. Estaba ya hace rato convencido de ello, cuando al acercarme a mi abuelo, este me mira a los ojos y me dice: ¡Felicidades!. Entonces me he dado cuenta, he mirado directamente al tiempo a través de los ojos de mi abuelo. Él lo sabe, ahora yo lo sé, me ha costado entenderlo pero sí es un día especial, no es un día cualquiera, y he recordado entonces las palabras de mi madre al levantarme : Que los años no te hagan más viejo, sino más sabio.

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